Galas gerontologicas de Antonio Gala
Autor: Dr. Leonardo Strejilevich | Publicado:  19/04/2007 | Geriatria y Gerontologia , Otras Especialidades | |
Galas gerontologicas de Antonio Gala 2.

La vida es sólo un gran malentendido, extraordinariamente breve. Los viejos no sufren las añoranzas de lo que, con seguridad, tuvieron en su vida aunque  a muchos les gustaría empezar una nueva y distinta. Lo único que de verdad queda, es morir y ser olvidado. Mientras tanto, si bien el paso de los años produce cierta declinación de la potencia física, al mismo tiempo hay un enriquecimiento de las facultades interiores; el descenso de la cantidad se compensa con un ascenso de la calidad; se da un reencuentro consigo mismo y con los otros.


Si un viejo se enamora y es correspondido, la vejez ha de ser la condición y la mejor cualidad de su atractivo.


Ser viejo y de buena memoria, permite revivir lo vivido; en todo caso, para no tenerle miedo a la vida, hay que estar muerto; el viejo derrotista se plantea el para qué quiero la memoria si ya no hago proyectos; para que quiero la previsión y la cordura; de qué me sirve la experiencia; éste es el mejor camino del silencio, el olvido, la ausencia y la muerte. La vida es suntuosa. Es necesario malgastarla para que ella se sienta agradecida, no es para avarientos y tibios. La vehemencia, la intensidad, el regusto de la vida dependen de la muerte: sólo existen porque ella existe.


La muerte multiplica la melodía de la vida; por otro, la vida que, a partir de una edad, se transforma en una costumbre donde nos cuesta distinguir entre la pena de morir y lo que vale la pena estar vivo. Los sucesos acaecen y perduran, nos dan una idea de nuestra propia vida; la memoria nos recuerda que somos los mismos que anoche pero no somos lo que éramos antes, los de siempre; nos impide abdicar de nosotros mismos. La falta de memoria y la incapacidad de la reminiscencia, hace que los viejos vayan pasando enajenados, fuera ya de sí mismos, a trompicones de las penúltimas a las últimas soledades, y después a la nada.


Vamos por la vida ligeros, cumpliendo la labor de cada día, joviales a ser posible, sin advertir hasta qué punto solos y extraviados, camino del otoño al que pertenecemos, sin amar lo que hacemos y haciendo lo que se ama.


Los viejos suelen creer que la experiencia es infalible; por eso se equivocan a menudo.


Un viejo es una persona que ha vivido más; pero también, el pasado será estéril y falso si se niega a aceptar lo joven y lo nuevo.


La vida es sólo una larga agonía hacia la muerte; comenzamos a morir cuando nacemos. La no aceptación del destino final es lo que más desasosiega al ser humano. No el sufrimiento, no el dolor, no la vejez, no la muerte, sino su incomprensión. Es sólo en el minuto de la muerte cuando muchísimos se enfrentan por primera vez consigo mismos. Es más difícil la vida que la muerte. La vida es caminar por un desierto; nuestra huellas las borrará el viento nada más estamparlas; la arena las iguala a todas.


La fuente de ingresos es una perpetua penuria para los viejos; son sostenidos por pensiones por aquellos que han adquirido el derecho; las aportaciones declinantes de sus familias y por alguna, muy poca, subvención de la oficialidad.


La medicina geriátrica mejora al menos al diez por ciento de los ancianos, y ello conforta a ellos mismos y a los médicos. La mayoría de los viejos son pacientes crónicos, en los que la vejez agrega algunas enfermedades; los cambios son mínimos y todo depende de los resultados funcionales que se obtengan con el tratamiento.


La gente, al vivir más, tiene más incapacidades, y esto es lógico. Quizás, lo más terrible, es la depresión y la pérdida de la identificación personal, la orientación o la pérdida del lenguaje como vínculo. Canas y dientes son accidentes; arrastrar los pies vejez ya es.


Hasta que no se es capaz de aceptar, sin tratar de embellecerla o suavizarla, toda la fealdad de la vejez, no se la ama de verdad. Ningún anciano debe perder, ni por falta de visión ni de oído ni de interés, su capacidad de relación o de comunicación, que es lo peor que puede sucederle.


Los ancianos son hombres y mujeres como cualquiera, susceptibles de equivocarse y de caerse, capaces de ser solicitados y ser útiles; se debe confiar en ellos y escucharlos; no es cuestión de quitárnoslos de encima sino aprovechar su sabiduría, su experiencia y su memoria.


Los viejos no son una nueva mercancía y no se deben manejar sus recursos en términos de rentabilidad o acercarse a ellos en el momento de las elecciones para hipotecar sus votos.


La pregunta actual es dónde caben los pobres viejos en una sociedad llena de ruido y furia, cibernética y ajetreada, que en los últimos cincuenta años ha dado un salto mayor que en los tres mil anteriores; una sociedad gélida a la que sólo mueven el poder y el dinero, que son la misma cosa. Dónde colocar a los viejos? En terribles residencias y asilos fríos como depósitos de cadáveres; tomando el sol en los parques junto a otros desahuciados, sin molestar a los niños ni asustarlos; o abandonados donde sea para que no nos den la lata ni nos incordien.


No se está dando lo que Séneca, en una carta, le decía a Lucilio: “Acojamos a la vejez con un abrazo y amémosla con sosiego. Está llena de deleites si la sabes usar. Sabrosísimos son los frutos últimos. Porque la vejez gusta del lento gozo de no necesitar ninguno...”


Hemos llegado al extremo que ya no se sabe si la longevidad es un privilegio o un castigo. De momento ningún joven quiere llegar a viejo; no porque no quisiera vivir más años, sino porque tiene miedo, por lo que ve, a lo que eso trae consigo. Hay un estrepitoso fracaso de nuestra época: el haber acabado con la consideración, que era primordial, a nuestros mayores; el haber transformado la jubilación, en contra de su nombre, en una especie de muerte civil; el convertir las residencias de ancianos en una más o menos decorosa reclusión, en costosas cárceles para el olvido o en cronicarios para viejos descartables.


El maltrato a la ancianidad no es exclusiva de los ambiciosos que poner residencias; también en sus casas hay daños físicos y crueldad verbal y expolio patrimonial continuo. Se acusa a los ancianos de ensombrecer la vida de la familia, de sembrar tensiones en el hogar, de aburrir y perturbar a los nietos, de costar más de lo que valen o de lo que ingresan.


No todos envejecemos igual; cada viejo es distinto. La vejez no se improvisa, se va haciendo y hay que prevenirla; el estilo y la forma de vida es lo que más influye.


Los médicos y los cirujanos dan un paso hacia atrás cuando el paciente es un anciano. Temen la inutilidad terapéutica o la inutilidad quirúrgica más que sus errores o su ignorancia y para la gente común, la vejez es mucho peor que una enfermedad, porque no tiene cura, sólo empeoramiento.


La esperanza de vida continúa y continuará creciendo; la sociedad puede resarcirse con creces de los gastos para atender a quienes en ella confiaron, y por eso la hicieron; a quienes le pagaron por adelantado lo que ella les regatea ahora, a los que en su día fueron su origen y su proyecto, y hoy son su profecía y su memoria.


El miedo a la vejez, nos pone de un empujón frente a lo que somos y hemos sido, frente a lo que hemos dejado de ser y frente a lo que seremos, sin saber, finalmente, si somos el producto de nuestra biografía, o una biografía que no se completa hasta el final.


Si bien, la única verdad irrebatible para el viejo es la edad, esto no autoriza a considerarlo como una reliquia que nadie mira y nadie necesita; no son sobrevivientes de un naufragio. La vida no puede exprimirse, ni criticarse, ni calificarse, ni ser discutida. Vivir no es luchar contra la muerte, ni es ella la que da sentido a la vida; aquellos cuya vida no tiene significación real matan a muchos: son los odiosos muertos en vida.


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