Galas gerontologicas de Antonio Gala
Autor: Dr. Leonardo Strejilevich | Publicado:  19/04/2007 | Geriatria y Gerontologia , Otras Especialidades | |
Galas gerontologicas de Antonio Gala.

Paráfrasis y extractos de su libro : “LAS AFUERAS DE DIOS”

Editorial Planeta Argentina S.A.I.C.; Buenos Aires; 1999

 

Las palabras que a continuación leeréis son de profunda raigambre gerontológica que sólo pueden crearse a través de la pluma de un gran artista. El texto está basado en una paráfrasis de una novela del celebrado autor español Antonio Gala. Siempre hay cabida para miradas geriátricas y gerontológicas de extracción literaria que, a mi juicio, suelen ser aleccionadoras y revelan profunda y multidimensionalmente la problemática de la vejez y que suelen ser mucho mejor expresadas por los artistas que por los técnicos. Esta paráfrasis no intenta mejorar lo ya escrito ni agregar explicaciones a un texto por demás revelador. ANTONIO GALA, nació en Córdoba (España) en 1936; se licenció en Derecho, Filosofía y Letras y Ciencias Políticas y Económicas. Desde 1963 se dedica exclusivamente a la literatura cultivando todos los géneros tales como la poesía, el ensayo, la narrativa, los guiones televisivos, el periodismo, el teatro; ha obtenido numerosos premios y reconocimiento internacional por sus obras traducidas a varios idiomas.

 

Los viejos pobres, de legaña en el ojo turbio de pez cocido, con cada desgarrón y cada descosido en la ropa raída, cada botón ausente y los hilos restantes alargan la mano torpe, tanteando, sin dar a la primera con el picaporte ni con el tirador del botiquín; tienen un resto de sonrisa sin afeitar en la boca desguazada y fantasean hablando con sus propios dedos.


Todo se ha vuelto monotonía, rutina, reiteración, aburrimiento, pese a que han vivido con más fuerza en otro tiempo y no nos parece que los viejos que desaparecen sean una pérdida. Las muertes de los ancianos, tan reiteradas, se convierten en hábito. La muerte, o sea, el fin último, identifica a todas las formas de vida.


Muchos viejos esperan, quién sabe qué. La comida es para ellos un talismán de supervivencia; hay que ofrecerles agua por que ellos no la piden y, a veces, no saben cómo hacerlo, pero distinguen el afecto con que se alarga un vaso.


A muchos viejos les tiembla continuamente el pulso y tienen un olor, olor de los viejos, que ningún perfume del mundo puede ocultar y que ninguna convivencia consigue que deje de ser repelente. Ya no son esperados en ningún lugar de la tierra; nada de lo que ellos hagan alterará el curso de ninguna vida, ni de la suya.


Los ancianos suelen creer, una vez amanecido, que cuentan con un día más, porque la muerte suele venir de noche con pasos de paloma. De ahí que pretendan, insomnes, anticipar el alba.


Sin embargo, de aquellas demacradas carnes surge el espíritu; cuando se desvanece el diseño lineal del marco físico es cuando aparecen mejor las facciones del alma; se es más sereno y mucho más sabio. La vejez es un tiempo más o menos largo en que nada falta ni sobra, y que produce un estado de intimidad gozosa con cada persona y con cada objeto. La mayoría de los viejos no lo son por dentro; se resisten con denuedo a serlo; no se resignan a ser viejos porque estarían confesando un fracaso; otros, no se proponen negarse a envejecer, se dejan ir, y ya está. Ninguno se considera tan viejo como los demás.


Los viejos se arropan y se desarropan, emiten suspiros de desánimo o de insomnio; tosen en forma más o menos pertinaz; expelen ventosidades voluntarias o no; dan vueltas y revueltas en la cama; manotean los ruidosos orinales, tienen las palmas de las manos hendidas, acribilladas por las profundas puñaladas del tiempo, áridas y al mismo tiempo sagaces; las uñas estriadas; las arrugas de la piel acumuladas por el uso, por el pesar y la dicha, arrugas que van imprimiendo el nombre, el apellido y la identidad de cada uno.


Algunos viejos consideran a todo el mundo como enemigos suyos o por lo menos no como aliados y se transforman así en sus peores enemigos, con sus manías persecutorias que los aíslan y los encastillan, convirtiéndoles en solitarias atalayas endurecidas por el egoísmo.


Los viejos, a veces, fingen dormir, pero están alerta examinándose. Para muchos, lo que más importa y es su mundo entero, el dolor de su pierna o de su espalda, sus taquicardias y sus palpitaciones, el escucharse el ritmo de la respiración o la creciente torpeza de su paso, el temor a caerse o que alguien lo empuje o lo trompique quizás adrede, las corrientes de aire, el invierno terrible, los anocheceres en que parece que con el sol se irá la vida para no volver más; su curiosidad se reduce a lo que sucede en su sola cama y culpan siempre a alguien de lo que en todo caso habría sucedido igual. Débiles y maniáticos viejos; hablan mal de los jóvenes de hoy pero es verdad que ellos trabajaron y se sacrificaron; se aferran al hilo de la vida y la defienden con sus uñas quebradizas y los dientes depauperados. Para ellos, todo lo que les queda es toda su vida.


La duda es un espeso túnel; el pensamiento una tortura. La muerte dará no lo que se espera, sino la incesante noche de la nada. Suena la hora de la última juventud; la culpa se extingue y ni siquiera los hechos que la provocaron son dignos de confesión; concluye el tiempo de la conformidad, del autoengaño, de los plazos. La gente cree que el viejo ya no tiene nada que ofrecer, sólo pobreza, dolor sordo, impotencia y abyección.


A cierta edad, no tenemos nosotros a los años, sino los años a nosotros y se hace cuesta arriba vivir entre los viejos. Que Dios anime a vivir y asumir la vejez. Jesús le decía a Pedro: cuando seas viejo, extenderás las manos y las de otro te atarán tu cintura, y otro te llevará allí donde no quieras.


No son los viejos una prueba de la fealdad de la vida y su mal término. No son un cilicio; sino una alegría y un consuelo.


En la vejez se pierden las pasiones indignas; desaparece el miedo; los ruidos, la alteración y las miserias del exterior no afectan; todo está bien, todo está como debe estar, y pese a que se les sugiere a los viejos que no son necesarios, que son un lastre para la sociedad, que podrían morir ante su indiferencia, ellos sí que son la luz del mundo y su alegría a pesar de todo.


Cada viejo vive su historia pasada, o resucita a través de ella. Hay dos indicios del envejecimiento: uno, despreciar a los jóvenes; otro, halagarlos. En cualquier caso y a cualquier edad, la gente madura, se endurece o se pudre. Lo importante no es saber cuánto se va a vivir, sino cómo. Hay gente que, por mucho que viva, jamás aprenderá respuestas nuevas. Es necesario que los achaques no estropeen el tiempo que queda y resistirse a ser un viejo quejumbroso.


El anciano suele ser egoísta porque se siente aislado; se figura preferido; los traen las familias a las instituciones y aguantan en silencio las fricciones con sus compañeros, sin decírselo a nadie por temor a caer en desgracia ante no saben quién. De todo acusan a los demás, están pendientes de sí mismos; la convivencia se hace a veces imposible y otras posible porque olvidan; se quejan de que les roban; van con la mano tendida por donde vayan, tan faltos de cariño se hallan, y buscan antes que nada el beso, la caricia en que apoyarse, la mirada afectuosa, una sonrisa. Basta oírlos contar una vez y otra el tema que los obsesiona, en el que su vida, sin saberlo, se detuvo, y al que miran volviendo inconscientemente la cabeza. No les importa tanto que les duela algo o que no les duela, siempre que se les escuche hablar del instante en que culminaron sus tribulaciones o su prosperidad; tienen enfermedades pero no son enfermos.


Su patria es el pasado y a ella desean regresar. Acuden a médicos y enfermeras para ser escuchados, prefiriendo la explicación de lo que les pasa a su solución, finalmente, lo peor no es sentirse o ser viejo, indeseable o moribundo; lo peor es saberse rechazado por todos. Los viejos son como los muertos a los que se les acaba relegando y olvidando.


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