La Bioetica y la Sociedad Nicaragüense. ¿Debemos introducir el Pensamiento Personalista de Juan Pablo II en el Seno de las Universidades y de las Facultades de Medicina y Derecho?
Autor: Dr. Juan Herrera Salazar | Publicado:  28/10/2011 | Etica, Bioetica. Etica medica. Etica en Enfermeria , Articulos | |
Bioetica y Sociedad Nicaragüense. Pensamiento Personalista de Juan Pablo II Universidades .5

Esso è lecito e addirittura doveroso, quando all’uomo diventa impossibile vivere secondo natura, ossia secondo la retta ragione, la sapienza e la virtù. Per Seneca, infatti, chiunque non è più padrone delle sue capacità razionali, avendo perso il senso e lo scopo della vita, deve porre fine ai suoi giorni
Los romanos son los primeros en hablar de la recta razón.

La Verdad:
3. Abbagnano Nicola, Dizionario di Filosofia Ed. 1961, trad. En español 1963, Fondo de Cultura Económica. La Verdad pag:1180-1185.

Verdad, lat. veritas:
Sobre la validez o eficacia de los procedimientos cognoscitivos… Verdad. se entiende en general la cualidad por la cual un procedimiento cognoscitivo resulta eficaz o tiene éxito.
Esta caracterización se puede aplicar tanto a las concepciones que ven en el conocimiento un proceso mental, como a las que ven en él un proceso lingüístico o simbólico.

Se pueden distinguir cinco conceptos fundamentales de la Verdad:

1. La Verdad como correspondencia o relación
2. La Verdad como revelación,
3. La Verdad como conformidad a una regla.
4. La Verdad como coherencia.
5. La Verdad como utilidad.

La verdad evidente, la estudia Descartes en la V. como revelación, V. eternas (véase cogito), la evidencia originaria, por la cual se revela al sujeto pensante su existencia misma, y considera que debes ser considerado como verdadero todo lo que se manifiesta de modo evidente.

5. Juan Pablo II: Encíclica Veritatis Splendor, 1993. Buscar el bien y la verdad,: 62. La conciencia, como juicio de un acto, no está exenta de la posibilidad de error. «Sin embargo, —dice el Concilio— muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega» (107).

Con estas breves palabras, el Concilio ofrece una síntesis de la doctrina que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos sobre la conciencia errónea.

Ciertamente, para tener una «conciencia recta» (1 Tm 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el Espíritu Santo» (cf. Rm 9, 1), debe ser «pura» (2 Tm 1, 3), no debe «con astucia falsear la palabra de Dios» sino «manifestar claramente la verdad» (cf. 2 Co 4, 2).

Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos diciendo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2).

La amonestación de Pablo nos invita a la vigilancia, advirtiéndonos que en los juicios de nuestra conciencia anida siempre la posibilidad de error. Ella no es un juez infalible: puede errar. No obstante, el error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es consciente y de la que no puede salir por sí mismo.

En el caso de que tal ignorancia invencible no sea culpable —nos recuerda el Concilio— la conciencia no pierde su dignidad porque ella, aunque de hecho nos orienta en modo no conforme al orden moral objetivo, no cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto está llamado a buscar sinceramente.

63. De cualquier modo, la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero. Nunca es aceptable confundir un error subjetivo sobre el bien moral con la verdad objetiva, propuesta racionalmente al hombre en virtud de su fin, ni equiparar el valor moral del acto realizado con una conciencia verdadera y recta, con el realizado siguiendo el juicio de una conciencia errónea 108.
El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien. Además, el bien no reconocido no contribuye al crecimiento moral de la persona que lo realiza; éste no la perfecciona y no sirve para disponerla al bien supremo. Así, antes de sentirnos fácilmente justificados en nombre de nuestra conciencia, debemos meditar en las palabras del salmo: «¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame» (Sal 19, 13). Hay culpas que no logramos ver y que no obstante son culpas, porque hemos rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9, 39-41).

La conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o sea «cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como consecuencia de su hábito de pecado» (109).

Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6, 22-23).

64. En las palabras de Jesús antes mencionadas, encontramos también la llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a «transformarse renovando nuestra mente» (cf. Rm 12, 2). En realidad, el corazón convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien (110).

Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús dijo: «El que obra la verdad, va a la luz» (Jn 3, 21).

Los cristianos tienen —como afirma el Concilio— en la Iglesia y en su Magisterio una gran ayuda para la formación de la conciencia: «Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» (111).

Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y sólo en la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella.

107. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16.
108. Cf. S. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 17, a. 4.
109. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16.
110. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 45.
111. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 14.

6. Santo Tomas de Aquino, Sobre la verdad Prooemium:
Quoniam autem scientia verorum est, post considerationem scientiae Dei, de veritate inquirendum est. Circa quam quaeruntur octo.
Primo, utrum veritas sit in re, vel tantum in intellectu.
Secundo, utrum sit tantum in intellectu componente et dividente.
Tertio, de comparatione veri ad ens.
Quarto, de comparatione veri ad bonum.
Quinto, utrum Deus sit veritas.
Sexto, utrum omnia sint vera veritate una, vel pluribus.
Septimo, de aeternitate veritatis.
Octavo, de incommutabilitate ipsius.

Iª q. 16 a. 1 arg. 1, leer todo hasta, Iª q. 16 a. 8 ad 3.


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