Propuesta alternativa de evaluacion del desempeño docente basado en competencias para mejorar la calidad del proceso de enseñanza-aprendizaje en la catedra universitaria en la escuela de enfermeria
Autor: MSc. Patricia del Rocío Chávarry Ysla | Publicado:  14/04/2009 | Formacion en Ciencias de la Salud , Enfermeria | |
Evaluacion docente basado en competencias para mejorar la calidad en la escuela de enfermeria.5

VIII. Evaluar

 

La presencia de la evaluación en los sistemas formativos universitarios es imprescindible. Constituye la parte de nuestra actividad docente que tiene más fuerte repercusión sobre los alumnos. Algunas de ellas son poco tangibles; la repercusión en su moral y su autoestima en su motivación hacia el aprendizaje, en la familia, etc. Otras más visibles y objetivas: repercusiones académico-administrativas (si aprueba o no, si promociona o no, si obtiene el título o no, si puede mantener un expediente académico de “excelencia” o las económicas (pagar nueva matrícula, tener que mantenerse fuera de casa por más tiempo, acceder a una beca, etc.).

 

Muchos docentes universitarios renunciarían con gusto a este apartado de su actividad. Es algo que les produce una honda insatisfacción y que tiende a dificultar el mantenimiento de un estilo docente relajado y centrado en el desarrollo del interés de sus estudiantes. Su satisfacción personal está vinculada al hecho de dar las clases y abrir nuevas perspectivas: científicas, culturales y profesionales. Pero la necesidad de evaluar rompe con ese esquema relacional constructivo. Su papel de facilitador y guía se ve complicado por el de juzgador.

 

Para otros profesores resulta inconcebible la enseñanza universitaria sin evaluaciones. En su opinión es el único mecanismo de que disponen para controlar la presencia e implicación de sus alumnos en las actividades formativas. La evaluación siempre está ahí, como una espada de Damocles a la que el profesor puede recurrir cuando ve que sus dotes persuasivas y motivadoras se agotan. La evaluación juega, en su caso, una función de autoafirmación y de arma profesional.

 

Se podrían identificar también otras posiciones más extremosas en relación a la evaluación. Por un lado, la de quienes desatienden esta función porque no creen en ella, porque les da mucho trabajo realizada, o porque se sienten políticamente comprometidos con la ruptura de los esquemas demasiado convencionales de la Universidad clásica. Son las clases del «aprobado general» (las ha habido incluso del «sobresaliente general»). En el otro polo se encuentran, los docentes inmisericordes que tienen a gala que su materia está hecha a prueba de mediocres. No les causa problema alguno que año tras año suspendan el 80% o el 90% de sus alumnos. Y, por supuesto, que nadie les llame la atención porque entienden que sería atentar contra la esencia de lo que es hacer una docencia universitaria de calidad. ¡Qué lejos está esta actitud del principio de la «generosidad» docente!

 

La situación dispar y contradictoria que se vive en la Universidad con respecto a la evaluación es bien conocida por todos. En mi opinión, se trata de uno de los puntos débiles más importantes del actual sistema de enseñanza universitaria porque se trata de una competencia profesional notablemente deficitaria en el profesorado universitario. Sabemos poco, en general, de evaluación (de su función curricular, de las técnicas posibles, de sus condicionantes técnicos, de su impacto en el aprendizaje, etc.) y eso repercute fuertemente en la práctica docente.

 

Estos puntos podrían adoptarse como itinerarios de mejora en la didáctica universitaria.

 

Naturaleza y sentido de la evaluación en la Universidad

 

Decir que la evaluación es una parte sustantiva y necesaria del proceso formativo puede parecer una obviedad. Pero conviene dejar sentado ese principio desde el inicio porque si no estaremos sumidos en un debate larvado sobre la legitimidad y/o la conveniencia de las evaluaciones.

 

En algunas ocasiones, mis alumnos de Pedagogía discuten este principio. En su opinión, la evaluación forma parte de los mecanismos de poder que los profesores mantenemos con firmeza en provecho propio, pero no aporta nada a la formación sino más bien al contrario, puede llegar a pervertida. Una enseñanza moderna y progresista (como la que debiéramos llevar a cabo en una Facultad de Ciencias de la Educación), insisten, tendrá que dejar a un lado la evaluación y buscar otros mecanismos alternativos basados más en el apoyo a los estudiantes que en el mero control.

 

No cabe duda de que se trata de un tipo de razonamiento que «suena» bien y que los profesores (y más aún los pedagogos) no deberíamos desatender del todo. Tienen razón en relación a cómo se lleva a cabo realmente la evaluación en las aulas universitarias, pero no la tienen si consideramos el tema en un nivel más amplio y general. Los alumnos manejan un concepto equivocado de lo que es la evaluación y del papel que juega en el conjunto del proceso.

 

La evaluación forma parte del currículo universitario. Es decir, forma parte del proyecto formativo que cada Facultad desarrolla. La formación que la Universidad ofrece posee algunas características particulares que la diferencian de la formación que se ofrece en otros centros formativos. La principal de ellas es su carácter netamente profesionalizado y de acreditación. Se supone que, en cierto sentido, la Universidad garantiza que los alumnos que superan los estudios completan su formación o cuando menos alcanzan el nivel suficiente como para poder ejercer la profesión correspondiente a los estudios realizados. Esta cualidad acreditadora está siendo relativizada en los últimos años. Cada vez son más las carreras que no habilitan para el ejercicio de la profesión. Nuevos tramos de formación y/o de certificación, generalmente supervisada por los correspondientes cuerpos profesionales o por el Estado, se añaden a los estudios universitarios. Quienes acaban sus carreras han de transitar aún por cursos de especialización o han de realizar diversas pruebas y oposiciones para poder alcanzar la acreditación suficiente para el ejercicio de la profesión. Pero, en todo caso, estas nuevas condiciones no restan identidad ni capacidad de legitimación profesional a los estudios certificados por la Universidad.

 

La doble dimensión (formativa y de acreditación) constituye un elemento básico a la hora de analizar el sentido de la evaluación en una sede universitaria. Como parte del proceso formativo, la evaluación ha de constituir el gran «ojo de buey» a través del cual vayamos consiguiendo información actualizada sobre cómo se va desarrollando el proceso formativo puesto en marcha y sobre la calidad de los aprendizajes efectivos de nuestros alumnos. Como parte del proceso de acreditación, la evaluación constituye un mecanismo necesario para constatar que los estudiantes poseen las competencias básicas precisas para el correcto ejercicio de la profesión que aspiran a ejercer. Se supone que los egresados de la Universidad deberán continuar su proceso formativo durante mucho más tiempo (ahora se insiste en la idea de que esa formación debe mantenerse activa a lo largo de toda la vida: life-long learning) pero la institución garantiza que el recién graduado posee, al menos, los conocimientos mínimos para incorporarse a la profesión.

 

Ése es el doble papel que cumple la evaluación en la Universidad. Sin una evaluación bien hecha, no puede acreditarse una buena formación y el buen funcionamiento de todos los dispositivos para que ésta se produzca: desde los recursos materiales a los metodológicos, desde los contenidos de la formación hasta su organización. Resultaría irresponsable que las Universidades otorgaran títulos profesionales sin evaluaciones pues no tendrían constancia del nivel real de conocimientos y competencias de los estudiantes que concluyen sus estudios. Tampoco sabrían si el diseño de sus proyectos formativos ha sido bueno y si, efectivamente, se han desarrollado en el sentido deseado.

 

¿De qué estamos hablando cuando hablamos de evaluación?

 

A veces se da por supuesto que cuando hablamos de evaluación todos estamos en la misma onda y que, por lo tanto, no se precisan aclaraciones suplementarias. Pero tal suposición no pasa de ser un espejismo. En cuanto se profundiza en la idea de evaluación de la que se parte o en cómo esa idea se lleva a cabo resulta fácil descubrir planteamientos realmente diferentes. En este tema se cruzan muchas lógicas diferentes (de colectivos afectados, de enfoques, de posicionamientos personales, etc.).

 

Componentes de la evaluación: datos, valoración, decisiones

 

Cuando hablamos de evaluación no estamos hablando de cualquier tipo de conocimiento o percepción de las cosas. Todos acabamos sabiendo algo de las personas que conviven con nosotros durante un cierto tiempo. Por eso resulta lógico que, a medida que vamos avanzando en el desarrollo de nuestras clases, nos vayamos haciendo una idea más o menos aproximada (dependerá del número de estudiantes que tengamos) del nivel de nuestros alumnos. Por esa razón, algunos profesores piensan que no necesitan nada más para evaluar: ellos saben bien cuál es el nivel de cada alumno. Creo que se equivocan. La evaluación es un proceso sistemático de conocimiento que implica como mínimo tres fases:

 

Recogida de información.

 

Se trata de ir acumulando informaciones o datos, por procedimientos estandarizados o libres, con el fin de disponer del caudal de información suficiente (en cantidad, en representatividad, en relevancia) de la realidad a evaluar como para proceder a su evaluación efectiva.

 

Valoración de la información recogida.

 

Aplicando los criterios o procedimientos que resulte oportuno habremos de emitir un juicio sobre el valor y pertinencia de los datos disponibles (comparando esos datos con los criterios o marcos de referencia que definan el propósito de la actividad).

 

Toma de decisión.

 

A resultas de la valoración realizada, habremos de tomar (por nosotros mismos o en colaboración con otros) las decisiones que parezcan oportunas.

 

Evaluar no es conocer algo, ni tener una opinión sobre algo y decirla en alto. Evaluar es un proceso que desarrollamos en tanto que profesionales de la enseñanza. Proceso que tiene sus reglas y condiciones y que, por tanto, queda lejos de un mero conocimiento incidental, de una simple intuición o de la expresión de una opinión. Esta indefinición se proyecta con frecuencia cuando nos referimos a la evaluación: «se trata de ver cómo van las cosas», se dice a veces, o de «hacer un seguimiento del proceso completo de enseñanza-aprendizaje». Dicho así parecería que ya estamos haciendo evaluación cuando hacemos un comentario sobre cómo vemos a nuestros alumnos, o cuando expresamos nuestra opinión global sobre la marcha de la clase.


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