UNA PEQUEÑA HISTORIA POSITIVA (IV)


Hay dos buenas formas de no solucionar un problema: una es no reconocer que el problema existe (esta es inmejorable), la segunda es creer que has encontrado la solución y no comprobarlo (esta no desmerece en mucho a la primera). En cualquiera de los dos casos la pifias.

Con la primera nunca he tenido problemas: soy un autentico chollo para mis amigos bromistas. Con la segunda, tampoco: soy gallego.

En el 2004 estaban registrados en España 462 diagnósticos de Inmunodeficiencia Variable Común. Es decir, mi hija representaba el 0,22 % del total. Para entendernos, una bestialidad. Si a eso le añadimos la edad (los niños son una minoría) vemos la importancia real de cualquier dato que se pueda extraer de ella, sobre todo si ese dato está en discusión.

Pero aunque sea consciente de eso, ella nunca entrará en la estadística de enfermos que han reaccionado bien a la dieta sin gluten, para eso es necesario que se le reintegre en la dieta y hasta ahí no llego. Lo siento sinceramente pero ella no contará para esa estadística.



MAS VALE PREVENIR QUE LAMENTAR

Un año después de iniciar la dieta sin gluten (un año y 11 días después, que diría Julio Verne), observaba con alivio y también con curiosidad, como a la niña le desaparecían los mocos. El proceso duró cuatro días. No era una sorpresa. No era la primera vez, pero sería la última.

Desde hacia ocho meses sabía que los mocos eran una consecuencia de algo que comía y desde hacia ocho meses estaba realizando pruebas para encontrarlo. Pero no había terminado, me faltaban 10 productos (5 en espera, 5 en prueba).

La solución vino por otro camino. El camino que había iniciado cuando le retiré el gluten. Me había pasado todo ese año buscando algo muy concreto y por fin lo había encontrado. Inmediatamente me dispuse a comprobar si era lo mismo que le causaba los mocos. Reintegré todos los productos y eliminé solo uno de los que estaban en espera. Era el último de una larga lista. El último de los clasificados como “absurdos”. El último. ¡Y era ese!

Había encontrado lo que los producía. La pesadilla había terminado y el cielo lucia radiante. ¡Por fin!.

Ahora imaginaos una soleada mañana de septiembre (septiembre del 2004) ocho meses antes:

Disfrutando de la terraza de una cafetería, mi hija y yo. Ella leyendo uno de esos tochos del pequeño mago. Yo leyendo el periódico, sentado enfrente.

No me di cuenta de que algo ocurría hasta que empecé por tercera vez a leer el mismo artículo. No sabia de que iba y ya lo había leído dos veces. Algo ocurría, y tenía que ser algo muy grave para desconcentrarme de esa manera. Eso solo podía provocarlo… ¡ELLA!

La miré preocupado, pero no vi nada extraño, seguía inmersa en su libro con los brazos apoyados en la mesa, ajena a todo. Y sin embargo pasaba algo, y algo muy importante, de eso no tenia dudas. ¡Pero qué!

La sensación de urgencia aumentaba a medida que transcurría el tiempo pero todo parecía desesperantemente normal. Dejé el periódico y, sin quitarle la vista de encima, hice un rápido repaso de los últimos cuatro meses:

En lo tocante a las infecciones no podía haber ido mejor, no había tenido ninguna desde la tercera neumonía.

La preocupación por su reacción a las infusiones, gracias a Dios, se quedó en nada. Las superó sin problemas.

Como negativo estaba la decepción porque no habían desaparecido los mocos y que se había ralentizado la ganancia de peso.

Esto último me preocupaba. Indicaba que aunque el hundimiento del percentil y la eliminación del gluten habían sido muy rápidos, su intestino debía estar muy dañado. Solo así se explicaba que, comiendo lo que comía, ganara tan poco peso.

Para que os hagáis una idea, el esqueletillo ese, se metía entre pecho y espalda como complemento para picar, “entre horas”, nueve kilos de jamón serrano al mes (comprobado), y eso solo era una parte de las “entre”. Nunca entendí donde estaban las “entre” y donde “las horas” porque comía a “todas horas”. Y que manera de comer.

Su intestino necesitaba ayuda, estaba claro. Esa era una de las dos razones de la nueva dieta que hacía poco le había puesto. Una dieta de la que se habría sentido orgullosa mi bisabuela pero que para el 2004 la consideraba BRUTAL. Estudiada hasta el detalle, era una dieta perfectamente equilibrada pero muy poco variada. Entre otros, se habían excluido todos los productos que pudieran ser irritantes, así como los alérgenos comunes o que pudieran producir intolerancia (empezando por la lactosa) y además todos los aditivos posibles. Y digo posibles porque descubrí, con autentica sorpresa, que en España es prácticamente imposible eliminarlos totalmente de la dieta. Eso implicaba todos los alimentos elaborados industrialmente y ni aun así.

La dieta se mantendría un mes. Fue un cargo de conciencia pero era necesaria y dio sus frutos. Uno hace lo que debe, no lo que quiere.

Mi preocupación fue en vano. A la niña mientras le dieras de comer, el resto le importaba poco. Su organismo tenia muy claras las prioridades.

El tema del gluten era un tema zanjado. Como novatos en esto y sin ningún asesoramiento, habíamos cometido algunos errores pueriles, y seguro que cometeríamos más, pero aprendíamos deprisa y las consecuencias siempre habían sido leves. Claras, pero leves.

Lo fundamental era que fuese ella la que se concienciara de la importancia de la dieta sin gluten y en eso también las cosas iban bien. Ya había hecho su primera “prueba privada” (un secreto mal guardado) y como era muy inteligente lo repetiría una vez más (prueba y confirmación del resultado). Perdonad, orgullo de padre. Pero eso no me preocupaba, le había quedado claro al primer intento (una diarrea de tres días) y tendría mucho cuidado en el segundo.

Bueno, también estaba la nube. La pequeña, lejana y tenue nube.

Desde hacía cuatro meses la nube siempre estaba ahí. Pero solo la tenía en cuenta por el hecho de ser teóricamente posible y por tener unas consecuencias potencialmente desastrosas si se producía esa combinación. Por lo demás, sabía que la posibilidad de que esa combinación se diera era casi absurda. La niña tendría que tener otro problema genético y sería el tercero. Pero estaba ahí. No me preocupaba, pero la tenía siempre presente y trabajaba en ella. Estaba ahí y esa era la otra razón de la nueva dieta, la pequeña, lejana y tenue nube.

Llegó un momento en que, literalmente, dos partes de mi cerebro empezaron a discutir:

- ¡Pero serás cazo! ¡Si es obvio!
- ¡Será obvio para ti, tío listo, pero yo no veo nada!

- ¡Pero si lo tienes delante de tus narices y más claro no te lo puede decir!
- ¡Sí, pero yo solo veo que esta como una rosa! ¡Muy delgada sí, pero como una rosa!

Y así estuvieron un buen rato mientras yo solo quería que se callaran para concentrarme en mi hija. Pero no pararon, hasta que la niña hizo el gesto. Y que gesto, que maravilloso gesto:

Sin levantar la vista del libro, retiró lentamente su mano derecha de la mesa, saco un pañuelo del bolsillo, se sonó, volvió a guardarlo y apoyó la mano, SIN PAÑUELO, de nuevo en la mesa.

Y el mundo se detuvo.

Y vi como se acercaba la pequeña y tenue nube y como se convertía en tempestad. Y qué tempestad. Ocho meses de tempestad. Ocho meses de máxima preocupación. La niña tenía una bomba. Una bomba de relojería.

Y el mundo se detuvo.

Flipas lo que puede alucinar un padre con las cosas de sus hijos.


Continuará…otro día. No quiero ser pesado. Lo que busqué durante un año era algo que se asociara sutilmente al cinc y que pudiera provocar algún tipo de reacción alérgica, fuera el efecto visible o no. Lo que causaba los mocos era la tartracina, el colorante que se le echa al arroz. Aunque entonces solo sabia que se unía al cinc, os adelanto que es un inmunosupresor.


“Señor. Tú, que nos has hecho seres racionales, líbranos de las ideas preconcebidas”
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“Señor. Tú, que nos has hecho seres racionales, libranos de las ideas preconcebidas”